Fragmentos de Los miserables, escrito por Víctor Hugo y
publicado en 1862.
Se trata de una novela inspirada en la injusticia y en la
posibilidad de rehabilitación del ser humano cuyo contexto transcurre en la
Restauración. Sin duda, es una de las cumbres de la LITERATURA de su época y,
por extensión, de toda la Historia.
Otra obra maestra literaria de la época y con
características semejantes (en cuanto a la posibilidad de redención del ser
humano por la fe) sería Guerra y paz de León Tolstoi, la cual transcurre en las campañas napoleónicas, es decir, un poco antes en el tiempo que Los miserables.
PRÓLOGO
"Mientras a consecuencia de las leyes y de las costumbres
exista una condenación social, creando artificialmente, en plena civilización,
infiernos, y complicando con una humana fatalidad el destino, que es divino;
mientras no se resuelvan los tres problemas del siglo: la degradación del
hombre por el proletariado, la decadencia de la mujer por el hambre, la atrofia
del niño por las tinieblas; en tanto que en ciertas regiones sea posible la
asfixia social; en otros términos y bajo un punto de vista más dilatado
todavía, mientras haya sobre la tierra ignorancia y miseria, los libros de la
naturaleza del presente podrán no ser inútiles."
Victor Hugo
"Jean Valjean pertenecía a una humilde familia de Brie. No
había aprendido a leer en su infancia; y cuando fue hombre, tomó el oficio de
su padre, podador en Faverolles. Su padre se llamaba igualmente Jean Valjean o
Vlajean, una contracción probablemente de "voilà Jean": ahí está
Jean. Su carácter era pensativo, aunque no triste, propio de las almas
afectuosas. Perdió de muy corta edad a su padre y a su madre. Se encontró sin
más familia que una hermana mayor que él, viuda y con siete hijos. El marido
murió cuando el mayor de los siete hijos tenía ocho años y el menor uno. Jean
Valjean acababa de cumplir veinticinco. Reemplazó al padre, y mantuvo a su
hermana y los niños. Lo hizo sencillamente, como un deber, y aun con cierta
rudeza. Su juventud se desperdiciaba, pues, en un trabajo duro y mal pagado.
Nunca se le conoció novia; no había tenido tiempo para enamorarse. Por la noche
volvía cansado a la casa y comía su sopa sin decir una palabra. Mientras comía,
su hermana a menudo le sacaba de su plato lo mejor de la comida, el pedazo de
carne, la lonja de tocino, el cogollo de la col, para dárselo a alguno de sus
hijos. El, sin dejar de comer, inclinado sobre la mesa, con la cabeza casi metida
en la sopa, con sus largos cabellos esparcidos alrededor del plato, parecía que
nada observaba; y la dejaba hacer. Aquella familia era un triste grupo que la
miseria fue oprimiendo poco a poco. Llegó un invierno muy crudo; Jean no tuvo
trabajo. La familia careció de pan. ¡Ni un bocado de pan y siete niños! Un
domingo por la noche Maubert Isabeau, panadero de la plaza de la Iglesia, se
disponía a acostarse cuando oyó un golpe violento en la puerta y en la vidriera
de su tienda. Acudió, y llegó a tiempo de ver pasar un brazo a través del
agujero hecho en la vidriera por un puñetazo. El brazo cogió un pan y se
retiró. Isabeau salió apresuradamente; el ladrón huyó a todo correr pero
Isabeau corrió también y lo detuvo. El ladrón había tirado el pan, pero tenía
aún el brazo ensangrentado. Era Jean Valjean. Esto ocurrió en 1795. Jean
Valjean fue acusado ante los tribunales de aquel tiempo como autor de un robo
con fractura, de noche, y en casa habitada. Tenía en su casa un fusil y era un
eximio tirador y aficionado a la caza furtiva, y esto lo perjudicó. Fue
declarado culpable. Las palabras del código eran terminantes. Hay en nuestra
civilización momentos terribles, y son precisamente aquellos en que la ley
penal pronuncia una condena. ¡Instante fúnebre aquel en que la sociedad se
aleja y consuma el irreparable abandono de un ser pensante! Jean Valjean fue
condenado a cinco años de presidio. Un antiguo carcelero de la prisión recuerda
aún perfectamente a este desgraciado, cuya cadena se remachó en la extremidad del
patio. Estaba sentado en el suelo como todos los demás. Parecía que no
comprendía nada de su posición sino que era horrible. Pero es probable que
descubriese, a través de las vagas ideas de un hombre completamente ignorante,
que había en su pena algo excesivo. Mientras que a grandes martillazos
remachaban detrás de él la bala de su cadena, lloraba; las lágrimas lo
ahogaban, le impedían hablar, y solamente de rato en rato exclamaba: "Yo
era podador en Faverolles". Después sollozando y alzando su mano derecha,
y bajándola gradualmente siete veces, como si tocase sucesivamente siete
cabezas a desigual altura, quería indicar que lo que había hecho fue para
alimentar a siete criaturas. Por fin partió para Tolón, donde llegó después de
un viaje de veintisiete días, en una carreta y con la cadena al cuello. En
Tolón fue vestido con la chaqueta roja; y entonces se borró todo lo que había
sido en su vida, hasta su nombre, porque desde entonces ya no fue Jean Valjean,
sino el número 24.601. ¿Qué fue de su hermana? ¿Qué fue de los siete niños?
Pero, ¿a quién le importa? La historia es siempre la misma. Esos pobres seres,
esas criaturas de Dios, sin apoyo alguno, sin guía, sin asilo, quedaron a
merced de la casualidad. ¿Qué más se ha de saber? Se fueron cada uno por su
lado, y se sumergieron poco a poco en esa fría bruma en que se sepultan los
destinos solitarios. Apenas, durante todo el tiempo que pasó en Tolón, oyó
hablar una sola vez de su hermana. Al fin del cuarto año de prisión, recibió
noticias por no sé qué conducto. Alguien que los había conocido en su pueblo
había visto a su hermana: estaba en París. Vivía en un miserable callejón,
cerca de San Sulpicio, y tenía consigo sólo al menor de los niños. Esto fue lo
que le dijeron a Jean Valjean. Nada supo después. A fines de ese mismo cuarto
año, le llegó su turno para la evasión. Sus camaradas lo ayudaron como suele
hacerse en aquella triste mansión, y se evadió. Anduvo errante dos días en
libertad por el campo, si es ser libre estar perseguido, volver la cabeza a cada
instante y al menor ruido, tener miedo de todo, del sendero, de los árboles,
del sueño. En la noche del segundo día fue apresado. No había comido ni dormido
hacía treinta seis horas. El tribunal lo condenó por este delito a un recargo
de tres años. Al sexto año le tocó también el turno para la evasión; por la
noche la ronda le encontró oculto bajo la quilla de un buque en construcción;
hizo resistencia a los guardias que lo cogieron: evasión y rebelión. Este
hecho, previsto por el código especial, fue castigado con un recargo de cinco
años, dos de ellos de doble cadena. Al décimo le llegó otra vez su turno, y lo
aprovechó; pero no salió mejor librado. Tres años más por esta nueva tentativa.
En fin, el año decimotercero, intentó de nuevo su evasión, y fue cogido a las
cuatro horas. Tres años más por estas cuatro horas: total diecinueve años. En
octubre de 1815 salió en libertad: había entrado al presidio en 1796 por haber
roto un vidrio y haber tomado un pan. Jean Valjean entró al presidio sollozando
y tembloroso; salió impasible. Entró desesperado; salió taciturno. ¿Qué había
pasado en su alma?"
Sin duda alguna, Los miserables es parte fundamental de la cultura occidental y ha tenido numerosas adaptaciones al cine, al teatro, al cómic y al mundo del musical. Una historia para recordar, que nos hace ver lo que de bueno y de malo hay en todo ser humano.